Miradas inquietantes del cine norteamericano. Una opinión discutible

Por Julio César Moran

Un día, en pleno zapping, me encontré con una película norteamericana común, que no sé cómo se llamaba, en la que un personaje le decía a otro lo siguiente: “todo hombre tiene su precio”. Se refería a alguien que no era vulnerable por el dinero o los cargos de poder. Y en efecto, el incorruptible tenía su precio: simplemente era cuestión de amenazar a un ser querido. Curiosa muestra de la corrupción general, sólo posible en una sociedad en crisis, aunque haya comenzado con la democracia de Jefferson. Y curioso mensaje televisivo para el público argentino en general: ¿una apología de la corrupción y de la debilidad humana? No seguí viendo la película, pero no me importaba si tenía un happy end o no. De hecho hay películas que no lo tienen y lo que parece más decisivo es que los cinéfilos sabemos que el happy end no borra todos los males que acontecieron antes, pues son demasiado fuertes para no seguir presentes.

Es cierto que se puede hablar del cine norteamericano fundamental, el creado por Griffith y el de la época de los grandes estudios. Y del cine posterior a esta época gloriosa. Pero esto no quiere decir que se pueda juzgar como totalidad al cine norteamericano que llega hasta la actualidad. Tampoco se puede juzgar como totalidad a ningún otro cine nacional y ni siquiera a movimientos que comparten algunos criterios estéticos, tales como la nouvelle vague, el neorrealismo, el cine latinoamericano a partir de los sesenta, el cine argentino actual, el cine alemán posterior al manifiesto de Oberhausen, pues siempre vamos a encontrar que no es lo mismo cada director y cada guionista, porque todos tienen, si son importantes, una manera de mirar y recursos estéticos que permiten un modo de filmar singular. No son lo mismo, por lo tanto, Truffaut, Rohmer, Kluge, Syberberg, Fassbinder, Herzog, De Sica, Rossellini, Glauber Rocha, Miguel Littin, Lucrecia Martel, Trapero, Bielinsky.

Por eso renuncio a tratar en bloque al cine norteamericano de los últimos 40 años.

Se supone muchas veces, cuando se lo considera en general, que es este un cine que afirma el sistema, la economía y los valores vigentes en la ahora principal potencia mundial, su imperialismo y sus guerras. Contra que esto sea siempre así, hay que argumentar con películas y directores.

Por ejemplo, Oliver Stone en Nixon, que puede ser leída como una valoración positiva de la figura del presidente, muestra sin embargo, cómo no es el presidente el que decide, sino grupos financieros de poder que se imponen más allá de la autoridad presidencial. La trilogía El padrino, de F.F. Coppola, denuncia explícitamente que no existe diferencia entre los hombres políticos y la mafia. Y afirma que la historia prueba que es posible matar a cualquiera. Perdidos en Tokio, de Sofía Coppola, muestra el absoluto vacío metafísico de un exitoso actor, que encuentra en Japón a una joven egresada de filosofía, quienes traban una amistad y muestran el desconcierto de dos generaciones. Para atacar más al “modo de vida americano” las relaciones entre el actor, encarnado por el magistral Bill Murray, y su familia nos transmiten una sensación de non sense, pues su señora sólo lo llama para preguntarle por decoraciones y sus hijos no quieren hablar con él. Texasville de Peter Bogdanovich, continuación de La última película, trata de los reencuentros de conocidos de juventud, pero con una tristeza indecible, tema con que podría construirse todo un ciclo de películas norteamericanas. Y ni siquiera importa el valor artístico, pues Palabras que matan, que no es precisamente una gran película, muestra lo que Saer llamaría “el kitsch gubernamental” pero en forma ampliada a la relación entre realidad y ficción. En efecto, un productor cinematográfico que se lamenta porque los productores no tienen un Oscar para ellos, construye una espectacular puesta en escena virtual, en la que creen todos los norteamericanos, para salvar al gobierno de una crisis que amenazaba destruirlo. En algunos policiales son temas constantes el policía bueno, el policía malo, el mafioso bueno, la corrupción de métodos, que llega hasta el mismo jefe de policía, como en la sorprendente Los Ángeles al desnudo. Y una referencia más al género del terror, donde destacan El exorcista, que muestra como pocas películas, la falta de creencias en valores de cualquier tipo o El bebé de Rosemary que, además de su ambigüedad ontológica -nada se sabe de cierto en ella-, parece un estudio de las distintas formas de ambición y búsqueda del poder. Podrían multiplicarse los ejemplos.
Woody, pudoroso y metafísico

Quiero detenerme especialmente en dos directores: Woody Allen y Clint Eastwood. Del primero me interesa comparar dos filmes. Crímenes y pecados y Match point (aunque esta última se desarrolle en Inglaterra, responde a la visión del director que está constituida sobre Norteamérica). Esta dos películas pueden relacionarse entre sí en el conjunto de filmes de Allen. Crímenes y pecados conformaba una descripción de cómo era posible para un ciudadano prominente cometer un crimen por un sistema establecido, sin mezclarse directamente y también cómo era posible para el médico en cuestión absorber la situación sin culpas. Al mismo tiempo, se mostraba en los juegos amorosos el daño que podía realizar una mujer, también sin culpas. No se pretendía la tragedia sino el realismo. Nada en definitiva había pasado y esa era la moral norteamericana.

Match Point tiene otro registro: la ópera, “donde están las tragedias de la vida”. La película comienza con Enrico Caruso que canta “Una furtiva lacrima”. Una sucesión de fragmentos operísticos muy bien seleccionados sirven de discurso paralelo a las acciones escénicas. Mientras ocurre el instante azaroso del tenis, donde no se sabe si la pelota supera o queda detrás de la red. Un tenista norteamericano famoso, es introducido en una familia de la alta burguesía inglesa: un amigo, su hermana, los padres, la novia de su amigo, aspirante a actriz. Se abre así un abanico de posibilidades tal que no se sabe por donde transitará la película. El protagonista lee Crimen y castigo y conversa sobre Dostoievsky con el padre de su amigo. Dostoievsky y Nietzsche introducen la moral del hombre extraordinario o del superhombre.

Luego, el conflicto. Los novios se pelean y ella se va. Pero vuelve. El tenista está de novio y después casado con la hermana de su amigo. Surge la pasión entre el tenista y la actriz quien nunca alcanza a cumplir satisfactoriamente sus audiciones. Tal para cual. Mas ella queda embarazada y él no quiere perder su familia y su nuevo modo de vida. Y por eso hay dos crímenes.

En este momento se presenta el dilema azar o metafísica que atormenta al protagonista y al director. Allen acumula una cantidad importante de elementos para que el tenista sea detenido, pero todos ellos parecen volverse a su favor. Él prefiere ser descubierto, pues habría al menos un signo de justicia, es decir, de norma, de orden. Pero eso no ocurre y él continúa con su vida familiar y empresarial y hasta con un hijo. Pero a diferencia de Crímenes y pecados, con culpa.

Si la película de Allen parecía ser sobre el azar y lo indiscernible, no obstante abre una instancia metafísica negra, gnóstica, bergmaniana, casi demoníaca, sobre el mundo. O no hay nada o hay un genio maligno que nos engaña. Puesta en escena con el pudor clásico de su director, tanto en erotismo cuanto en violencia, es una inquietante visión de un neoyorkino sobre las normas que no rigen en nuestro mundo amoroso, social, económico. Lo que no hay es el Dios cartesiano que le haga una zancadilla al genio maligno. Otra vez Caruso con su infinita dulzura de esperanza de amor, como una súplica. El Match point prosigue indefinidamente.

Clint y Feyerabend: todo vale

Paul Feyerabend escandalizó a la comunidad científica con un anarquismo surrealista. Esto es: todo vale, tanto una teoría científica cuanto un rito africano.

Clint siempre, desde su trayectoria como actor, se las tuvo que ver con el bien y el mal y los métodos dudosos de la justicia. Pero ya como director, y sobre todo en sus últimas películas, acentuó esta tendencia. En Poder absoluto, el presidente de los EE.UU., en una escandalosa escena erótica con la mujer de su padre en la política, desencadena un asesinato y una serie de imposturas. Lo que él no sabe es que todo ha sido visto por un voyeur que es nada menos que un ladrón experto. ¿Se podría decir que es el signo de los presidentes demócratas desde Kennedy hasta Clinton? ¿Que se trata de una conservadora crítica republicana? Pero si esto fuera así, ¿no se estaría ante el duelo apocalíptico entre los dos partidos norteamericanos?

Medianoche en el jardín del bien y del mal parece resumir en este mismo título la dificultad de discernimiento entre los grises de la vida moral.

En Río místico puede pensarse que hay fatalidad, calvinismo o ausencia absoluta de normas y de justicia alguna. Los más fuertes sobreviven. La angustia no deja salida, se espera un apoyo ético, pero no hay de dónde agarrarse, en medio de un desfile final con pompa y ceremonial. ¿Se trata de una justificación descarnada de los métodos de los líderes de la primera potencia mundial? Pero la presentación y las ideologías justificativas de los filmes norteamericanos no proceden así, ni tampoco los discursos de sus líderes. Simplemente horror y sigamos adelante. Anteriormente, en una de sus cumbres narrativas, Los imperdonables, Clint encuentra motivos para todos: para las prostitutas, para los muchachos que las atacan y aún para el sheriff, de acuerdo con las convenciones del contexto.

Con respecto a la última película, Million dollar baby, no me animé a verla. Es imposible salir del cine y pensar que la vida es linda, lo mismo que el mundo y la sociedad. Lo cierto es la constancia de Clint en la falta de normas y la ambigüedad extrema de los métodos.

¿Puede quedar un resto de dignidad humana? ¿La gran potencia habrá enloquecido? ¿Estamos en el imperio de La guerra de las galaxias? O quizás debamos preguntarnos ¿por qué hay nada y no más bien normas?

No alcanzará esto quizás al admirable pasaje amor-odio del memorable western de John Ford Más corazón que odio, pero no puede decirse que no sean miradas inquietantes.

Y eso que no me ocupé de De Palma, Scorsese o Cameron.

No hay comentarios: